La Aldea
Hay reseñistas que en lugar de criticar un libro se limitan a contar la trama del mismo, como si estuviesen haciendo un trabajo para la escuela. Mediocre. Cuando la obra reposa fundamentalmente en la trama (por ejemplo, un policíaco) contarla es un acto doblemente criminal. Se gasta de antemano la sorpresa. Por eso es que no contaré de qué va la película del director M. Night Syamalan, La Aldea.
“Kierkegaard nos enseñó o trató de enseñarnos, que precisamente en el momento en que nos sentimos más santos, podemos, de hecho, estar en el mal. Y que en el instante que creemos ser peores y estar más inmersos en el mal y en la corrupción, podemos, de hecho, ser unos santos a los ojos de Dios”. Este es un trozo de una entrevista realizada a Norman Mailer, y nos sirve absolutamente, no para contar la trama de La Aldea, pero sí para describir su ambiente moral.
De una manera muy particular, este filme nos acerca al fenómeno de las sectas religiosas, de los templos, de los nacionalismos, de las creencias confinadas. Nos describe el obcecado fenómeno de las fronteras, que inventamos los seres humanos para sentirnos más seguros, para protegernos de un exterior que paradójicamente sólo existe en nosotros. De esa manera es cómo, en nombre de la moral, desfamiliarizamos lo familiar, satanizamos lo bueno, desconocemos lo conocido. Todo límite es producto del miedo. Toda demarcación demarca nuestra propia inseguridad. Y aún tenemos la desfachatez, no solamente de celebrar esta manera torva de vivir, sino de hacer que otros vivan de igual modo: ¡nuestros prójimos, nuestros hijos! Pero el hecho de inventarnos un mundo privado, una fantasía, no nos exime de la incertidumbre, del mal, de la contingencia. Todo lo contrario. Somos como los avestruces metiendo la cabeza en la tierra.
Me sigue impresionando cómo M. Night Syamalan nos revela temas tan profundos a través de historias tan concretas. El artista es un comunicador: hace lo abstracto palpable, y palpable lo abstracto. Es, justamente, un hombre que borra límites, en lugar de colocarlos. No un líder rígido diciendo: “Esto es bien, esto es mal”. Sino simplemente un hombre osado, que dice: “Esto es”.
(Columna publicada el 30 de noviembre de 2004.)
“Kierkegaard nos enseñó o trató de enseñarnos, que precisamente en el momento en que nos sentimos más santos, podemos, de hecho, estar en el mal. Y que en el instante que creemos ser peores y estar más inmersos en el mal y en la corrupción, podemos, de hecho, ser unos santos a los ojos de Dios”. Este es un trozo de una entrevista realizada a Norman Mailer, y nos sirve absolutamente, no para contar la trama de La Aldea, pero sí para describir su ambiente moral.
De una manera muy particular, este filme nos acerca al fenómeno de las sectas religiosas, de los templos, de los nacionalismos, de las creencias confinadas. Nos describe el obcecado fenómeno de las fronteras, que inventamos los seres humanos para sentirnos más seguros, para protegernos de un exterior que paradójicamente sólo existe en nosotros. De esa manera es cómo, en nombre de la moral, desfamiliarizamos lo familiar, satanizamos lo bueno, desconocemos lo conocido. Todo límite es producto del miedo. Toda demarcación demarca nuestra propia inseguridad. Y aún tenemos la desfachatez, no solamente de celebrar esta manera torva de vivir, sino de hacer que otros vivan de igual modo: ¡nuestros prójimos, nuestros hijos! Pero el hecho de inventarnos un mundo privado, una fantasía, no nos exime de la incertidumbre, del mal, de la contingencia. Todo lo contrario. Somos como los avestruces metiendo la cabeza en la tierra.
Me sigue impresionando cómo M. Night Syamalan nos revela temas tan profundos a través de historias tan concretas. El artista es un comunicador: hace lo abstracto palpable, y palpable lo abstracto. Es, justamente, un hombre que borra límites, en lugar de colocarlos. No un líder rígido diciendo: “Esto es bien, esto es mal”. Sino simplemente un hombre osado, que dice: “Esto es”.
(Columna publicada el 30 de noviembre de 2004.)
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