David Lynch (II)
Me lo dijo Danny Schaffer, cierta vez que ingresé a su clase de pintura. Me preguntó: “¿Y vós qué hacés?” A lo cual yo respondí con orgullo: “Soy estudiante de filosofía”. Danny respondió a su vez con desdén: “¿Y cuándo vas a dejar de perder el tiempo pensando y vas a comenzar a crear?”
Así piensan los creadores puros. David Lynch pertenece a esta raza especial.
Por supuesto, Lynch no trabaja con papel, con óleos; trabaja con fragmentos de sentido. Ahora bien, no existe un fragmento de sentido que se sostenga por sí solo: necesita de imágenes visuales y acústicas poderosas que lo apuntalen y consoliden. En ese sentido Lynch es un esteta.
A su modo es un formalista ocupado en pegar retazos emocionales. Lo que lo hace en verdad único es que no tiene miedo de meterse con el cuerpo, con la ansiedad y con lo viscoso. Los formalistas profesionales son más geométricos y asépticos; les gusta la limpieza. Lynch introdujo un engrudo que huele bastante feo y desagradable.
Una de los momentos más decisivos en mi carrera de espectador de arte, artista y ser humano lo tuve al ver (contemplar, podría fácilmente decirlo) Eraserhead, primer trabajo, si mal no recuerdo, en la filmografía de Lynch. Hablo de esa criatura espantosa que aparece en un momento de la película, ese chillido satánico todavía encarcelándome la cabeza. Si aislamos a un bebé de una narrativa humana, de un proyecto y de una visión ética, lo que queda es un monstruo, un pequeño monstruo. El surrealismo difícilmente es una experiencia agradable, pues cuando se retira el sentido obran los caprichos de la materia (Un perro andaluz nos ha dado esa lección primordial).
Por supuesto, no todas las películas de Lynch manipulan o escinden el sentido y el orden con la misma compulsiva avidez. Hay incluso películas suyas ciertamente narrativas (El Hombre Elefante, Dune). Talvez esa filmografía matizada le ha permitido a Lynch ser a la vez un creador muy conocido y un creador para iniciados. Me alegro, me alegro en lo más íntimo y hasta los huesos que existan personas como él, personas en las cuales el sufrimiento no es una operación caprichosa, sino la necesaria verdad del ser humano.
(Columna publicada el 27 de diciembre de 2003.)
Así piensan los creadores puros. David Lynch pertenece a esta raza especial.
Por supuesto, Lynch no trabaja con papel, con óleos; trabaja con fragmentos de sentido. Ahora bien, no existe un fragmento de sentido que se sostenga por sí solo: necesita de imágenes visuales y acústicas poderosas que lo apuntalen y consoliden. En ese sentido Lynch es un esteta.
A su modo es un formalista ocupado en pegar retazos emocionales. Lo que lo hace en verdad único es que no tiene miedo de meterse con el cuerpo, con la ansiedad y con lo viscoso. Los formalistas profesionales son más geométricos y asépticos; les gusta la limpieza. Lynch introdujo un engrudo que huele bastante feo y desagradable.
Una de los momentos más decisivos en mi carrera de espectador de arte, artista y ser humano lo tuve al ver (contemplar, podría fácilmente decirlo) Eraserhead, primer trabajo, si mal no recuerdo, en la filmografía de Lynch. Hablo de esa criatura espantosa que aparece en un momento de la película, ese chillido satánico todavía encarcelándome la cabeza. Si aislamos a un bebé de una narrativa humana, de un proyecto y de una visión ética, lo que queda es un monstruo, un pequeño monstruo. El surrealismo difícilmente es una experiencia agradable, pues cuando se retira el sentido obran los caprichos de la materia (Un perro andaluz nos ha dado esa lección primordial).
Por supuesto, no todas las películas de Lynch manipulan o escinden el sentido y el orden con la misma compulsiva avidez. Hay incluso películas suyas ciertamente narrativas (El Hombre Elefante, Dune). Talvez esa filmografía matizada le ha permitido a Lynch ser a la vez un creador muy conocido y un creador para iniciados. Me alegro, me alegro en lo más íntimo y hasta los huesos que existan personas como él, personas en las cuales el sufrimiento no es una operación caprichosa, sino la necesaria verdad del ser humano.
(Columna publicada el 27 de diciembre de 2003.)
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