David Lynch (I)
Al mismo tiempo que leo Del inconveniente de haber nacido, nace en mí un sentimiento incalculable de gratitud. Estoy agradecido. La historia es un generoso y sucesivo Santa Claus con regalos y presentes y pasados para todos. A los escépticos nos reserva siempre un personaje oscuro y brillante, un Cioran. Pues, como dice Camus en El mito de Sísifo, siempre han existido hombres que defienden los derechos de lo irracional.
De igual manera, siento agradecimiento cuando veo una película de David Lynch. David Lynch es uno de los pocos artistas que se puede dar el lujo de ser un surrealista de tiempo completo. Su obra es un homenaje al fragmento, a lo discontinuo, a la partición del sentido. Podríamos decir que en esa partición se halla su partitura.
Todo es fragmento. Y todo fragmento es oscuro, por el mero hecho de ser fragmento. La única posible unidad de los fragmentos es la unidad estética.
La obra de Lynch sigue decorosamente, rigurosamente, el dictado de estas tres leyes. El efecto es abrumador en el espectador, que después de ver una película de Lynch está sometido a la más brutal incomodidad. En primer lugar, porque Lynch se aleja distintivamente de la noción de trama (en unos trabajos suyos más, en otros menos, pero siempre lo hace; la única excepción que se me ocurre de momento es El hombre elefante). En segundo lugar, por esa estética oscura y estridente que lo caracteriza. Es imposible concebir la ausencia de sentido como algo agradable, positivo o luminoso. Es posible, acaso, que existan retortijones de entendimiento o retazos de placer en los filmes de Lynch (como cuando Rebekah del Río canta Crying, de Roy Orbison, en Muholland Drive), pero no logran sino sumirnos con más fuerza en la orfandad y el desamparo. Lo radical y apreciable de este director es que no se limita a entregarnos un desamparo impersonal o discreto, lento o callado: se trata de un desamparo que ya es desesperación y ansiedad pura. David Lynch es uno de los más grandes exploradores de la ansiedad que yo conozco, y yo de la ansiedad conozco bastante.
Más aún, David Lynch nos demuestra con su obra que la ansiedad tiene un resplandor, que podríamos correr las fronteras de lo bello hasta la ignominia y el dolor si así lo quisiéramos.
(Columna publicada el 20 de diciembre de 2003.)
De igual manera, siento agradecimiento cuando veo una película de David Lynch. David Lynch es uno de los pocos artistas que se puede dar el lujo de ser un surrealista de tiempo completo. Su obra es un homenaje al fragmento, a lo discontinuo, a la partición del sentido. Podríamos decir que en esa partición se halla su partitura.
Todo es fragmento. Y todo fragmento es oscuro, por el mero hecho de ser fragmento. La única posible unidad de los fragmentos es la unidad estética.
La obra de Lynch sigue decorosamente, rigurosamente, el dictado de estas tres leyes. El efecto es abrumador en el espectador, que después de ver una película de Lynch está sometido a la más brutal incomodidad. En primer lugar, porque Lynch se aleja distintivamente de la noción de trama (en unos trabajos suyos más, en otros menos, pero siempre lo hace; la única excepción que se me ocurre de momento es El hombre elefante). En segundo lugar, por esa estética oscura y estridente que lo caracteriza. Es imposible concebir la ausencia de sentido como algo agradable, positivo o luminoso. Es posible, acaso, que existan retortijones de entendimiento o retazos de placer en los filmes de Lynch (como cuando Rebekah del Río canta Crying, de Roy Orbison, en Muholland Drive), pero no logran sino sumirnos con más fuerza en la orfandad y el desamparo. Lo radical y apreciable de este director es que no se limita a entregarnos un desamparo impersonal o discreto, lento o callado: se trata de un desamparo que ya es desesperación y ansiedad pura. David Lynch es uno de los más grandes exploradores de la ansiedad que yo conozco, y yo de la ansiedad conozco bastante.
Más aún, David Lynch nos demuestra con su obra que la ansiedad tiene un resplandor, que podríamos correr las fronteras de lo bello hasta la ignominia y el dolor si así lo quisiéramos.
(Columna publicada el 20 de diciembre de 2003.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario