Todopoderoso
Salgamos de una vez de las formalidades. La película hace reír, menos al final, cuando moraliza. Jim Carrey es funcional. Dios se va de vacaciones y cede su trabajo por una semana a un periodista (Carrey) con tendencia a la apostasía.
Cumplidas las formalidades, podemos reflexionar un tanto sobre aquello que la película suscita más allá de la risa. Suscita dos o tres preguntas seductoras.
La primera pregunta tiene que ver con esa tendencia antropologizante del ser humano a considerar a Dios como un ser que está casi cerca de pagar impuestos y salir a votar, es decir como un proletario. Pero Dios no es un proletario. Se atareó siete días –un capricho– y ahora medita envuelto en sus barbas celestiales. O talvez se ocupa del universo y del hombre, pero eso no le cuesta nada pues es todopoderoso, y si no le cuesta nada no es realmente trabajo. “Dios está muy ocupado”, dicen algunos como si la tarea le resultara demasiado grande. Para Dios los infinitos detalles del universo no son infinitos. Todo está resuelto de antemano.
La segunda pregunta tiene que ver con la creación. El periodista, que posee el poder de Dios, parte en dos una sopa de tomate. Una acción bastante inocente, pero luego acerca la luna a la tierra, y eso es menos inocente (provoca graves desordenes climáticos). Lo hace para complacer a la novia. Más tarde le da por complacer las peticiones de los hombres en general, pero sin considerar si son peticiones sabias, si son justas. El resultado es un gran caos. Y ahora sí, la pregunta, la pregunta viril: ¿es Dios un rehén de su propia creación?; ¿está Dios atrapado en lo creado?
La tercera pregunta es la siguiente: ¿cuál es la diferencia entre magia y milagro? Dios, que es negro, que es Morgan Freeman, le comunica al periodista una sabiduría: hay una diferencia entre partir la sopa en dos y –por ejemplo– dejar de usar drogas. Es cierto: uno puede ser muy poderoso, uno puede causar o retirar tormentas, uno puede convertir un báculo en serpiente, diestramente manipular el azar, uno puede ser muy poderoso, en fin, pero uno será siempre el mismo a menos que entienda que el milagro es el cambio.
El milagro es que uno escriba estas columnas, y todavía alguien se tome el tiempo de leerlas.
(Columna publicada el 16 de agosto de 2003.)
Cumplidas las formalidades, podemos reflexionar un tanto sobre aquello que la película suscita más allá de la risa. Suscita dos o tres preguntas seductoras.
La primera pregunta tiene que ver con esa tendencia antropologizante del ser humano a considerar a Dios como un ser que está casi cerca de pagar impuestos y salir a votar, es decir como un proletario. Pero Dios no es un proletario. Se atareó siete días –un capricho– y ahora medita envuelto en sus barbas celestiales. O talvez se ocupa del universo y del hombre, pero eso no le cuesta nada pues es todopoderoso, y si no le cuesta nada no es realmente trabajo. “Dios está muy ocupado”, dicen algunos como si la tarea le resultara demasiado grande. Para Dios los infinitos detalles del universo no son infinitos. Todo está resuelto de antemano.
La segunda pregunta tiene que ver con la creación. El periodista, que posee el poder de Dios, parte en dos una sopa de tomate. Una acción bastante inocente, pero luego acerca la luna a la tierra, y eso es menos inocente (provoca graves desordenes climáticos). Lo hace para complacer a la novia. Más tarde le da por complacer las peticiones de los hombres en general, pero sin considerar si son peticiones sabias, si son justas. El resultado es un gran caos. Y ahora sí, la pregunta, la pregunta viril: ¿es Dios un rehén de su propia creación?; ¿está Dios atrapado en lo creado?
La tercera pregunta es la siguiente: ¿cuál es la diferencia entre magia y milagro? Dios, que es negro, que es Morgan Freeman, le comunica al periodista una sabiduría: hay una diferencia entre partir la sopa en dos y –por ejemplo– dejar de usar drogas. Es cierto: uno puede ser muy poderoso, uno puede causar o retirar tormentas, uno puede convertir un báculo en serpiente, diestramente manipular el azar, uno puede ser muy poderoso, en fin, pero uno será siempre el mismo a menos que entienda que el milagro es el cambio.
El milagro es que uno escriba estas columnas, y todavía alguien se tome el tiempo de leerlas.
(Columna publicada el 16 de agosto de 2003.)
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